Los perros y su Frida
Nadie sabía la verdad
sobre Frida. Todos los días caminaba las
calles con paso lento, con el moroso bamboleo de los están agotados por la
carga que se lleva durante un largo trayecto. Sus días eran una copia uno del otro,
salvo por el detalle de los recorridos, que no eran los mismos.
Sólo se tenía a sí
misma, aunque quizás, ni siquiera eso. El pelo casi payo le colgaba sobre el
rostro, con el rojizo de las pieles blancas cuando se queman con el sol y se
ajan con el viento. Los ojos celestes se escondían al fondo de su cara,
cuadrada, rústica, dura. ¿tallada con golpes de hacha? Alta, aún con los
centímetros que consumía su postura encorvada, no podía dejar de llamar la
atención al principio. Sólo al principio, porque cuando se la había visto
varias veces, pasaba a ser parte de los decorados olvidados que están todos los
días en los pasillos de las personas.
Dicen que todo comenzó
cuando esperaba en una puerta a que le alcanzaran algo de pan. Un caschi overito y flaco la olfateó y ambos cruzaron sus ojos tristes, en
apariencia inexpresivos, mudos, sordos, con el silencio de un colchón de lana
apelmazada. Al cabo de unos segundos de silente afectividad decidieron seguir
juntos y sin más, compartieron el pan al tiempo de girar hacia su izquierda y
continuar la ruta hacia lo que venga.
Los vieron en la
placita, a la vuelta del centro. El árbol les servía de marco, techo y sala
mientras el sol de Agosto les entibiaba el frío de las semanas pasadas.
El overito fue el
primero y durante mucho tiempo el único. De pronto fueron dos: se agregó un
peludito marrón claro, petiso y flaco. Flaquísimo.
Frida ahora debía
pedir para los tres: aunque los caschis se las arreglaban bastante bien más de
una vez, investigando en las bolsas de basura que lograban saquear.
De a poco fue
aumentando su canino patrimonio: rápidamente ya ni podían contarse, ya que no
sólo eran muchos sino que parecían esfumarse algunos y aparecían otros
alrededor del eje que representaba Frida.
Los perros crecían en
número y también en protagonismo, quizás ayudados por el hecho de que Frida
cada vez estaba más encorvada y curiosamente humosa, como si estuviera en medio
de un banco de niebla, pero sin niebla.
Frida y los perros se
refugiaban en un galpón abandonado del ferrocarril, al que por alguna razón le
faltaban todas las puertas. Cualquiera podía llegar hasta la residencia de
Frida, aunque también es justo contar que nadie lo hacía. Supongo que por temor
a los perros, o por temor a Frida. Mejor dicho, por temor al silencio de los
perros y de Frida. Eso no les conté. Estoy seguro de que en caso que cualquiera
de ellos hubiera hablado, no le habrían tenido tanto respeto, recelo o miedo,
táchese lo que no corresponda.
Así es: en ese grupo, ninguno hablaba: sabido es
que los perros que se precien de tales no hablan. Frida tampoco lo hacía, aún
cuando según decían, no era muda. Personalmente me parece raro que no hablen.
De cualquiera de ellos.
¿Miraron alguna vez a
un perro como esperando que hable? Si les pasa, notarán que es realmente raro
que el perro no hable. Más, si le descubren las enormes ganas de comunicarse
que tienen. Es como si la comunicación gestual de este bicho no fuera
suficiente: es como si ellos y nosotros esperásemos más.
Lo realmente raro, lo
auténticamente extraño es que no nos parezca raro ni extraño ver que hay
tantas, tantísimas personas que no hablan. No se nota tanto, porque parece que
sí lo hacen. Emiten sonidos congruentes, unidades fonéticas con sentido según
me supo decir alguien alguna vez en referencia a la palabra. Pero hablar, lo
que se dice hablar… es algo más complejo. Mucho más complejo. Y claro… es algo
más simple. Mucho más simple. Y no lo hacen con tanta frecuencia. Yo estoy
convencido de que ésa es la verdadera razón del temor o respeto de la gente
sobre Frida y su grupo: ellos no simulaban hablar.
Asusta ver gente que
no habla.
Creo que asusta más
que ver perros que no hablan.
Fue hasta aquel día de
la lluvia radioactiva. Inundó las calles de verde y cada gota ampollaba la piel
de quien se mojaba con ella.
Las gentes del pueblo
no salieron de sus casas durante dos meses. Temían a la lluvia radioactiva, y
bien que hacían: era jodida, muy jodida. Dicen que hasta mortal. Lo que es
peor, dicen también que las personas que descuidadamente tenían contacto con
más de cuatro gotas, enloquecían y corrían, corrían, corrían hasta desvanecerse
en el aire. Esto explicaría porqué jamás se encontró un cadáver de alguien
muerto por la lluvia radioactiva.
……………………………
La lluvia pasó y la gente comenzó a salir de sus casas. Preocupados
por lo que podría pasar con algún residuo de lluvia radioactiva, ansiosos por
volver a cielo abierto y a poder alimentarse naturalmente y ansiosos también
por encerrarse al aire libre, la gente ni cuenta se dio de la ausencia de
Frida, el decorado del pueblo. Pasaron varios días sin que alguien lo advierta.
Una vecina, a la que regularmente Frida le pedía ayuda y de quien siempre la
recibía, finalmente notó la ausencia: Frida no venía desde hace casi un mes desde que terminó el fenómeno.
Preguntando a los demás, todos coincidieron: Frida no circula por las calles
del pueblo ya desde hace tiempo.
Decidieron buscarla.
Armaron un equipo y salieron rumbo al galpón abandonado. Frida no estaba. Sólo
estaban los perros, sentados, acostados, caminando lentamente y, según dicen
algunos, un poco más gordos que el mes pasado.
Yerba
Buena, 5 de Agosto de 2000