miércoles, 16 de septiembre de 2020

 

Incursión por ruinas casi contemporáneas

Corría el año 2008 cuando viajamos a la península de Fálaz, concretamente a la jurisdicción de Tariya, un misterioso agujero en medio de caminos transitados por escasísimos vehículos y algún que otro cuadrúpedo rumiante.

En medio de esa ya desolada región, una pequeña señal aparece como un sueño y se transforma en objeto de destino: a 66 millas de áspera travesía al noroeste, se encontrarían las “Ruinas de Al-Kan Sover”. Allá fuimos con la selecta delegación, movilizados en un rústico Unimog. Tan rústico como eficiente para aventurarse en lugares casi inimaginables.


Ilustración de y con fotos de lrmr


Después de mucho, lento y dificultoso andar, avistamos la insólita estructura. Descendemos del vehículo buscando pistas, referencias; pero apenas podemos acceder a una mediocre información asentada en una especie de atril de cemento. El jeque Jahí Mebaha había hecho construir “Mel Aj Aúlah”, que en su dialecto ancestral significaba “Fortaleza de acero”. Más o menos. No más información.


Contemplando esa extra
ordinaria fortaleza, quedamos atónitos y el silencio se impuso. Entonces fue cuando escuchamos un leve sonido, como un extraño cántico.

Prestamos atención y lo que nos pareció extraño, ahora lo detectamos como horriblemente desacorde. Seguimos el sonido y llegamos a la fuente: un anciano harapiento, consumido, de barba y melena sucias y malolientes. 

Acurrucado casi en posición fetal, cantaba sin parar. Nos dirigimos a él en árabe, intérprete mediante. Nada. Español, nada. Una de las compañeras de viaje hablaba algo de Francés; nada. Una italiana lo intentó sin éxito y de entrada supusimos que la japonesa también fracasaría, como sucedió.  El hombre ni nos miraba y su cántico seguía, místico, continuo, insoportable.

La desesperación por comunicarnos y tratar de que hable era creciente. ¡Había que lograr que deje de cantar de una vez!

Finalmente lo logramos: nos miró y dijo: “Who are you, fuckin’ people?

Nos confundió un poco la tonada texana, eso sí. Tras presentaciones, dijo conocer la historia del lugar. Nos sentamos en semicírculo frente a él y escuchamos. Lo traduzco y comparto con ustedes:

La historia comienza en 1941.

Un torpe beduino, cavando en búsqueda de agua (guiado por el método zahorí), se tropezó una dura roca y golpe tras golpe, finalmente un líquido comenzó a fluir ante el horror del beduino: negras aguas, pastosas, seguramente contaminadas. En segundos, el leve fluir se hizo un generoso chorro. 

Recuerdo y aún ahora me dan escalofríos: en ese momento el anciano nos recorrió con la mirada, sus ojos se abrieron, enormes, gastados. Levantó su cabeza y como hablando a los cielos, con voz correosa y tan alto como pudo, dijo: ¡Era el tan preciado ooooooro nnnegrrrrroOoOoOoOoOo!.

Bueno, el hombre lo dijo en inglés onda viejo del far west, pero en español sonaría más o menos así.

El petróleo habría de ser generoso con el jeque Jahí, quien apenas enterado, mandó sus almuharibun alwaghad  (guerreros feroces) al lugar. El sediento beduino en cuestión pertenecía en realidad a la tribu de Al Kha Sirun, pero de puro torpe, al pozo lo hizo en territorio de Al-Kan Sover, liderado por Jahí Mebaha.

El beduino fue retribuido debidamente.

No se puede decir “repatriado” porque no existe allí el concepto de “patria”, así que fue re-tribu-ido, o sea, enviado de regreso a su tribu.

Tres camellos partieron en la misión: En el primero, el guía y conductor. El segundo cargaba la cesta con la cabeza del beduino y el tercer camello, el resto. Bueno, no todo el resto, porque la mano que levantó en intento de saludo cuando vio llegar a los almuharibun quedó muy dañada después de que la cortaran de un cimitarrazo. Algún gracioso la pateó detrás de unas dunas y se olvidaron de ponerla en el camello.

Muy pronto los petrodólares comenzaron a llegar y el jeque a imaginar grandes proyectos que por uno u otro motivo no llegaban a iniciarse. La mayoría de las veces, porque los profesionales a los que recurría eran decapitados cuando objetaban algo del proyecto; otras porque pese a los petrodólares, no alcanzaban los fondos. Fue el caso de su mega proyecto “ParkSand” que hubiera dado vida al ratón Mikha-yi-yl, al perro Bilutu, también a un divertido ornitorrinco gruñón con tres sobrinos traviesos y decenas de otros originales personajes paridos por la gran fantasía del jeque. Eso decía él.

Pero, como estaban las cosas, no había plata que alcance. Decidió entonces construir un espacio multiuso: sería una fortaleza de acero, con cimientos ciclópeos, pisos y columnas de acero que debían soportar cualquier asedio de los enemigos, aunque estuvieran provistos de las mejores catapultas y torres de asalto, las mejores tropas con soberbias armaduras  y briosos caballos.  

En tiempos de paz, sería un shopping.

El jeque Jahí Mebaha lo llamaría “Mel Aj Aúlah”.

El presupuesto, enorme pero mucho menor al de ParkSand, era viable y el pensamiento del jeque era claro: “el que tiene plata hace lo que quiere”, decía. Lo cierto es que las obras fueron contratadas a una empresa china que se abocó a hacer frente a la obra sin discutir detalles. Fue terminada en tiempo récord: apenas 11 meses. Fue justo, porque al jeque finalmente se le terminaron los dólares. Digamos, se le cortó el chorro.

Una lejana nación, lejana pero vecina, se dio cuenta de la caída del flujo del petróleo en su oleoducto y finalmente descubrió la perforación en tierras de Jahí Mebaha, demandándolo en tribunales internacionales y literalmente, como dijimos, le cortaron el chorro. Afortunadamente, fue lo único que le cortaron.

Al final arreglaron con unas rancias regalías por el uso del territorio por el oleducto. Así, el jeque, su harén, sus guerreros y su escaso pueblo se recluyeron 66 millas al sureste, en Tariya, donde pensaban vivir modestamente de sus regalías.

Antes de terminar ese mismo año, Tariya fue tomada y colonizada por mercenarios ingleses, quienes abrieron coquetos “pubs” y sórdidos lupanares.

Por varios años, en uno de los pubs pudo verse al jeque manejando eficientemente la expendedora de cerveza. Sólo dos de sus esposas consiguieron un rebusque en el baile del caño en otro pub. Las otras... “las otras huyeron con destino incierto, dijo el anciano, aunque ahí nos pareció que nos desvió un poco la mirada.

La abandonada fortaleza se deterioró rápidamente. Parece que las aleaciones que usaron los constructores no eran tan buenas y además, algunas plantas encontraron allí refugio del implacable clima del desierto y ocuparon sus espacios.

Hasta aquí puedo contar; porque dicho esto, el anciano bajó la cabeza, prácticamente la metió entre sus piernas y meciéndose acompasadamente  reinició su cántico. Inmediatamente supimos que debíamos irnos. Lo más rápido posible.

Ya con el Unimog levantando polvo tras sus zarpazos al camino, miramos hacia atrás para ver cómo el imponente Mel Aj Aúlah se hacía más pequeño. Ahora podíamos quitarnos los índices de los oídos, estábamos en zona segura.

Hoy lo recordamos como una aventura casi onírica. Conocer a ese misterioso anciano, saber que estuvimos ahí, en la fortaleza, que recorrimos esos fantásticos pisos y escaleras de acero, imaginando inexistentes pero épicas batallas con los enemigos tratando de desatascar las catapultas de la arena, los caballos desorientados al verse reflejados en el espejo del acero, el rechinar de armaduras, los gemidos de los atacantes deshidratados dentro de sus pesadas y ardientes corazas y los vítores de los defensores.

Incluso, de no haber sido por las cuestiones económicas que destruyeron el proyecto, hasta podríamos haber comprado unos coquetos recuerdos de Mel Aj Aúlah, seguramente hechos en Taiwán.


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 Luis R. Maderuelo, setiembre 16 de 2020


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martes, 15 de septiembre de 2020

El sepelio de Kitty

Kitty era una maravillosa compañera para Josefina. No les será complicado darse cuenta de que Kitty pertenecía al grupo de Felis silvestris catus, o sea una gatita doméstica.

Josefina no. Ella era del grupo de homo sapiens.  Una fría noche de agosto de 1956 había rescatado a Kitty de entre bolsas de basura donde la arrojaron, seguramente a pocas horas de nacer. Con mucha ternura y tesón le había propiciado los cuidados necesarios y suficientes para que Kitty sobreviviera y creciera sana y fuerte. Sin duda, Josefina fue la mamá del ahora afortunado animalito.

Josefina había quedado sola su alma cuando su marido partió a mejor vida, después de ganar la lotería y escaparse a Brasil con la hija de una amiga de Josefina.  



Nunca más lo volvió a ver. No tuvieron hijos y “la Jose” se adaptó a su nuevo estilo de vida más que decorosamente: fue feliz, autosuficiente, sin tener que cubrir las necesidades del que fuera su marido, un vago y chupador que, de no haber ganado esa pequeña fortuna, seguiría siendo un parásito doméstico.

Cuando se fue, sin duda Josefina también pasó a mejor vida.

Rescatar a Kitty fue una nueva responsabilidad, inédita en la experiencia de la Jose ya que en este caso, la gatita era un ser indefenso sin condiciones físicas de sobrevivir. Distinto al caso de su marido, como puede notarse.

La Jose realmente era alguien fundamental para esa pequeña vida y así lo asumió.

Cuando Kitty creció, quizá podría haber sido capaz de sobrevivir por sí misma pero siguió recibiendo casa y comida de la mano de la Jose, claro.  A cambio, las constantes manifestaciones de afecto, ronroneos, mimos y compañía que Kitty ofrecía eran recibidas por su mamá humana.  La pareja se había consolidado en acuerdos tácitos, sólidos, inviolables y de recíproco beneficio.

Pasaron ocho años y es comprensible el enorme afecto que la Jose prodigaba a su gatuna amiga. Hasta que un día, un domingo de madrugada,  inexplicablemente Kitty enfermó, Quizá contagiada por alguno de sus compañeros de especie cuando salía a sus rondas nocturnas o quizá por comer algún alimento envenenado puesto en algún lugar al que visitó, no se sabrá nunca.

El proceso fue violentísimo y la Jose no pudo conseguir servicio veterinario, no los había en domingo en esa ciudad del año 64.  No pudo hacer nada, no había procedimiento al que recurrir y finalmente, Kitty murió en la madrugada del lunes.

La casa de Josefina no tenía un lugar en donde pueda ser sepultada la pequeña mascota; por otra parte, de ninguna manera la dejaría abandonada en la basura, ni pensarlo.

Al frente, una obra comenzaba su contrucción y el terreno estaba aún en trabajo de excavaciones, así que sin más, Josefina cruzó y pidió hablar con el capataz. Expuesta la situación, el capataz se ofreció gentilmente a hacer un espacio para la última morada de Kitty.

Josefina, más tranquila, volvió a su casa, buscó una caja adecuada, envolvió cuidadosamente a Kitty primero y luego a la caja, con un hermoso papel rojo al que le puso además un vistoso moño como regalo de despedida.

Tomó la caja y se dispuso a cruzar la calle. No había mucho tránsito pero venía una moto, así que esperó.



La moto avanzó hacia ella, se acercó al cordón, frenó violentamente y también violentamente, sin bajarse siquiera de la moto, el acompañante arrebató la elegante caja mientras el conductor arrancaba raudamente para darse a la fuga con el botín.

Josefina no reaccionó por unos segundos, tras lo cual alcanzó a gritar “¡Kitty, kitty!” mientras hizo apenas unos metros intentando correr al rescate, pero fue inútil. Los chorros estaban a mitad de la siguiente cuadra.

Josefina quedó inmóvil después de su corta carrera, mirando la calle ya vacía y con el corazón latiendo rápidamente. Una pequeña flor que destinaría a Kitty se soltó de su mano y cayó sobre las baldosas, casi flotando, lentamente.

 

 

PD: Salvo nombres, “aderezos literarios” y fechas, este fue un hecho real. Fueron años en los que no se conocía al “motochorro” generalizado como ahora, era raro pero sucedió de verdad.