domingo, 30 de agosto de 2020

Los perros y su Frida

Nadie sabía la verdad sobre Frida. Todos los días caminaba  las calles con paso lento, con el moroso bamboleo de los están agotados por la carga que se lleva durante un largo trayecto. Sus días eran una copia uno del otro, salvo por el detalle de los recorridos, que no eran los mismos.
Sólo se tenía a sí misma, aunque quizás, ni siquiera eso. El pelo casi payo le colgaba sobre el rostro, con el rojizo de las pieles blancas cuando se queman con el sol y se ajan con el viento. Los ojos celestes se escondían al fondo de su cara, cuadrada, rústica, dura. ¿tallada con golpes de hacha? Alta, aún con los centímetros que consumía su postura encorvada, no podía dejar de llamar la atención al principio. Sólo al principio, porque cuando se la había visto varias veces, pasaba a ser parte de los decorados olvidados que están todos los días en los pasillos de las personas.
Dicen que todo comenzó cuando esperaba en una puerta a que le alcanzaran algo de pan. Un caschi overito y flaco la olfateó y ambos cruzaron sus ojos tristes, en apariencia inexpresivos, mudos, sordos, con el silencio de un colchón de lana apelmazada. Al cabo de unos segundos de silente afectividad decidieron seguir juntos y sin más, compartieron el pan al tiempo de girar hacia su izquierda y continuar la ruta hacia lo que venga.
Los vieron en la placita, a la vuelta del centro. El árbol les servía de marco, techo y sala mientras el sol de Agosto les entibiaba el frío de las semanas pasadas.
El overito fue el primero y durante mucho tiempo el único. De pronto fueron dos: se agregó un peludito marrón claro, petiso y flaco. Flaquísimo.
Frida ahora debía pedir para los tres: aunque los caschis se las arreglaban bastante bien más de una vez, investigando en las bolsas de basura que lograban saquear.
De a poco fue aumentando su canino patrimonio: rápidamente ya ni podían contarse, ya que no sólo eran muchos sino que parecían esfumarse algunos y aparecían otros alrededor del eje que representaba Frida.
Los perros crecían en número y también en protagonismo, quizás ayudados por el hecho de que Frida cada vez estaba más encorvada y curiosamente humosa, como si estuviera en medio de un banco de niebla, pero sin niebla.
Frida y los perros se refugiaban en un galpón abandonado del ferrocarril, al que por alguna razón le faltaban todas las puertas. Cualquiera podía llegar hasta la residencia de Frida, aunque también es justo contar que nadie lo hacía. Supongo que por temor a los perros, o por temor a Frida. Mejor dicho, por temor al silencio de los perros y de Frida. Eso no les conté. Estoy seguro de que en caso que cualquiera de ellos hubiera hablado, no le habrían tenido tanto respeto, recelo o miedo, táchese lo que no corresponda. 
Así es: en ese grupo, ninguno hablaba: sabido es que los perros que se precien de tales no hablan. Frida tampoco lo hacía, aún cuando según decían, no era muda. Personalmente me parece raro que no hablen. De cualquiera de ellos.
¿Miraron alguna vez a un perro como esperando que hable? Si les pasa, notarán que es realmente raro que el perro no hable. Más, si le descubren las enormes ganas de comunicarse que tienen. Es como si la comunicación gestual de este bicho no fuera suficiente: es como si ellos y nosotros esperásemos más.
Lo realmente raro, lo auténticamente extraño es que no nos parezca raro ni extraño ver que hay tantas, tantísimas personas que no hablan. No se nota tanto, porque parece que sí lo hacen. Emiten sonidos congruentes, unidades fonéticas con sentido según me supo decir alguien alguna vez en referencia a la palabra. Pero hablar, lo que se dice hablar… es algo más complejo. Mucho más complejo. Y claro… es algo más simple. Mucho más simple. Y no lo hacen con tanta frecuencia. Yo estoy convencido de que ésa es la verdadera razón del temor o respeto de la gente sobre Frida y su grupo: ellos no simulaban hablar.
Asusta ver gente que no habla.
Creo que asusta más que ver perros que no hablan.
Fue hasta aquel día de la lluvia radioactiva. Inundó las calles de verde y cada gota ampollaba la piel de quien se mojaba con ella.
Las gentes del pueblo no salieron de sus casas durante dos meses. Temían a la lluvia radioactiva, y bien que hacían: era jodida, muy jodida. Dicen que hasta mortal. Lo que es peor, dicen también que las personas que descuidadamente tenían contacto con más de cuatro gotas, enloquecían y corrían, corrían, corrían hasta desvanecerse en el aire. Esto explicaría porqué jamás se encontró un cadáver de alguien muerto por la lluvia radioactiva.
……………………………
La lluvia pasó y la gente comenzó a salir de sus casas. Preocupados por lo que podría pasar con algún residuo de lluvia radioactiva, ansiosos por volver a cielo abierto y a poder alimentarse naturalmente y ansiosos también por encerrarse al aire libre, la gente ni cuenta se dio de la ausencia de Frida, el decorado del pueblo. Pasaron varios días sin que alguien lo advierta. Una vecina, a la que regularmente Frida le pedía ayuda y de quien siempre la recibía, finalmente notó la ausencia: Frida no venía desde hace casi un mes desde que terminó el fenómeno. Preguntando a los demás, todos coincidieron: Frida no circula por las calles del pueblo ya desde hace tiempo.
Decidieron buscarla. Armaron un equipo y salieron rumbo al galpón abandonado. Frida no estaba. Sólo estaban los perros, sentados, acostados, caminando lentamente y, según dicen algunos, un poco más gordos que el mes pasado.

Yerba Buena, 5 de Agosto de 2000

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