jueves, 24 de diciembre de 2020

Cuevas peligrosas



En mi casa hay muchos rincones, bastante oscuros. En casi todos hay un fantasma en estado de letargo; son sus cuevas, sus escondrijos. Otros rincones están vacíos y serán ocupados en algún momento por un nuevo espectro que lo habitará; lo sé, así es el proceso. Ante la duda, evito acercarme a cualquiera.

Aprendí a desconfiar de esos fantasmas. Cuando alguno se despierta me obliga a recorrer retorcidos senderos por donde había transitado antes de ser un fantasma. A veces se detiene en algún punto y quedo obligado a ver detalles del lugar; otras veces no se demoran mucho pero en realidad, nunca sé cuándo el fantasma se cansará y me liberará, para regresar a su escondite.

No todos son feos: algunos se presentan elegantes y me llevan a lugares que parecen haber sido placenteros, pero al ver que hoy son sólo despojos brumosos, la ilusión se quiebra y domina la pena.

Otros, en cambio, circulan por espacios francamente pavorosos que me generan un terror que inmoviliza, asfixia.

Nunca supe qué es lo que activa a estos seres, pero cuando sucede y siento su escalofriante presencia tras de mí, sé que ya no hay resistencia posible: me enlazarán con sus velos y me arrastrarán por donde quieran.

Yo, aterrado, sólo podré rogar que resulte lo mejor mientras, por si acaso, me preparo para lo peor.




El fantasma feo

 


Aquí, en este rincón, a oscuras y en soledad, vivo yo. En realidad, aquí permanezco mientras espero la llamada. No sé si es peor sentir la llamada que la incertidumbre de no saber cuándo se producirá.

Los paseos –por llamarlos de algún modo- son desgastantes, angustiosos, hirientes.

El dueño, mi amo, mi torturador o como deseen llamarlo, está convencido que soy yo quien lo atrapa y obliga al tortuoso peregrinaje. Pero nada más lejos que la realidad: es él quien me llama y cuando lo hace, tengo que salir. No fui dotado de voluntad para negarme.

Invariablemente, ambos regresamos destruidos; siempre es así. Yo sigo sin entender el beneficio de todo esto.

Soy de un color feo, dice el dueño. No tengo idea de qué color seré; ni me lo supongo, no tengo parámetros para saber cómo es o cómo se llama mi color. Sólo sé que es feo, según él. Y así lo asumo.

¿Cómo serán los que son de color bello? Me lo pregunto a menudo y no sin tristeza.  Claro, imposible saberlo. Ni sé siquiera si existirán.

Acaba de terminar la jornada y esta vez no me llamaron. Seguiré en mi oscuro y solitario rincón en letargo hasta la próxima alerta. 





Luis R. Maderuelo

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