Las marcas
En la
pequeña bahía, las huellas sobresalían en sus bordes; en ese pequeño relieve se producían brillitos intermitentes con el reflejo de la luz de la luna, cuando cada tanto el
mar las invadía.
Yo, acomodado entre las rocas que precedían a la playa, disfrutaba el cuadro con la música de las voces del mar, ese rumor suave y profundo que comienza desde la nada hasta que, florecido en brillos y espuma, entrega el indescriptible sonido de la culminación.
Quienes
hayan escuchado al mar, saben a lo que me refiero.
La repetida
acción de las olas, que entre seductoras y cansinas regaban la arena
y sus marcas, me atraían aunque todavía no sabía cuánto; mucho menos, el
porqué.
(Esas marcas…)
Era mucho para ver. Mucho para oír. Mucho para sentir.
Algún nuevo rumor me distrae; alguna bocina lejana de un barco que ni se imagina que forma parte de este conjunto; algún graznido de un ave y hace segundos apenas, tenues risas juveniles de un grupo que pasa cerca de la playa.
Cada uno de ellos conforma una historia. Pienso en el mundo desde ellos en ese momento y me tiento, pero no quiero irme por esos caminos.
Con esfuerzo, regreso.
(Esfuerzo por la dificultad de salir
de los otros contextos, atractivos, tentadores, ¡es tan difícil renunciar!)
-------------------
Casi sin
querer me descubro recorriendo con la mirada el camino de las huellas de la
playa. Voy y vengo por ellas, una por una, sin apuro, hasta donde me da la
vista distinguirlas. Son claras, precisas, parecen no tener principio ni fin.
Me atraen. Me atrae su historia desconocida, me atrae su destino. Me atrae el
contraste entre lo efímero de su existencia y la contundencia indiscutible de
su presencia actual. Mañana no existirán, borradas por el continuo lamer de un
mar incansable. Hoy están allí y las miro.
El caminante
En mi fantasía quiero regresar al momento en que las huellas
se imprimieron y casi lo logro; veo a un hombre caminar sin apuro, hace algunas
horas, probablemente al atardecer. Es una figura mansa e indiferente y simplemente pasa por
ahí llegar a su destino. Fue el único desde la marea anterior, a juzgar por la pulcritud del paño de arena que mostraba el resto de la playa.
Puedo ver detalles; los pantalones grises recogidos hasta la media pierna, sus pantorrillas
razonablemente pilosas rematan en pies descalzos, que se hunden levemente a cada
paso formando el pequeño montículo y haciendo un ruido particular: ése
que sólo lo hace la arena húmeda cuando alguien la pisa y la desplaza, para dar
lugar a una huella.
Se desvanece por fin en ese punto en el que ya no distingo las huellas con claridad .
Imagino que
se está yendo el sol. Los últimos toques rojizos del atardecer adornan el fondo del
Pacífico, pintando alguna nube que descuidada se cruza en su camino.
Sin duda son las huellas, y no el caminante, las protagonistas de esta historia. Las marcas, testigos del paso de algo o de alguien. Las marcas, documentos. Las marcas.
El caminante simplemente pasó. Nunca habrá pensado en que su paso estaba registrándose en la playa, por un tiempo.
¿Cuánto?
¡Es tan relativo, el tiempo! Mucho o poco, no sabemos. Para el
caminante, nada. Para el mar, apenas un instante. Para las huellas, toda una
vida. Tampoco habrá imaginado el caminante las historias que desatarían su paso y
sus huellas en las fantasías de un –también anónimo- observador.
Pensé en la arena y en sus marcas. Pensé en mí. En mis marcas.
Tantos
caminantes que, siendo yo simple ruta de paso y nunca destino, marcaron sin
saber profundas huellas con sus pasos, rítmicos e indiferentes, por un tiempo…
¿cuánto? Para el caminante, nada. Para
las huellas, toda una vida.
Es curioso
pensar en la situación: marcas tan claras, sin que nadie las haya buscado.
Marcas que documentan algo. Que comprueban que algo o alguien pasó pisando
fuerte. Marcas que el tiempo, como el mar a la playa, lame sin prisa y sin
pausa, hasta que se borran. O al menos así parece, hasta que en alguna
dimensión, estallan en recuerdos ante el estímulo de un detalle inesperado: un
perfume, una canción, una palabra, un dolor, una risa, una sonrisa, un color,
un sabor, un pensamiento o el tibio misterio de una brasa cenicienta que centra
una noche de amigos.
Huellas que ignoramos
Me pregunto
ahora si alguna vez, pude ser el peregrino que marcara huellas en playas ajenas, indiferentes para mí. Me pregunto si el curso misterioso de alguna mente las habrá resguardado, en esa dimensión desconocida, para que duerman los
tiempos hasta que el detonante las despierte, las reviva y viva yo en ellas sin
saberlo, sin poder palpitar las mismas emociones, sin poder compartir los
mismos sueños, ajenos, secretos.
Los archivos misteriosos
Registros almacenados en planos superpuestos, cuidadosamente resguardados por la pátina paciente del tiempo. Latentes, esperando el llamado; huellas invisibles por el momento y tan indelebles como reales, que protejo en celosa custodia inconsciente. Marcas amables que proveen ilusiones, caricias, afectos y ternuras. Y también marcas que lastiman, que llaman a angustias, agresiones, dolores, frustraciones.
Ambas
cohabitan y esperan. No se eligen las que van a ser guardadas; simplemente son
y están.
Por fortuna, está en mí el uso que haga de ellas. Puedo conservarlas vivas por un tiempo, comprenderlas, aceptarlas, compartirlas o también puedo negar su presencia y con eso ratificarlas y aumentarlas.
A menudo
pasa que aparecen muchas a la vez, aunque en mi caso, al menos, siempre lo
hacen en grupos de similares tonos: a veces feroz presencia de lo negativo; de
nuevo a enfrentarlas. Pelear la batalla
luchando con todas las fuerzas y afortunadamente, con frecuencia teniendo de
aliada una palabra amiga.
A veces en
cambio, se vienen afables, las que presiento ahora: se suceden una a una, en
lenta y continua aparición sin mezclarse ni confundirse. Cada una tiene su
propia definición: ese fogón, ese color, esa sonrisa, esa conversación, esa tibia
arena del arroyo, esa canción, esa soledad, ese calor, ese perfume, esa
lección, ese temblor, esa niebla, esa mirada.
Huellas indelebles que siempre se recuerdan con nostalgia y con afecto. Marcas profundas que la diaria ocupación sólo consigue desplazar por un tiempo, nunca borrar. Riquezas extrañas que siendo amadas echan a veces a rodar una pena en el alma; melancolía que degustamos como un vino añejo: como él, fueron preparadas con cuidado, conservadas en silencio en algún rincón tenue y fresco. Como al vino, el tiempo le da un toque justo; el sabor que paladeamos con fruición y sin apuro, sintiendo cada detalle como se siente la presencia de la uva después de cada trago. Y como el vino, en la dosis justa relajan y abren el alma. En exceso, la enturbian y entorpecen la razón.
---------------------------------
El Castillo de Pablo
La brisa
fresca me interrumpe; tomo mi tiempo para acomodar el cuello de la campera y
bajo un poco la cabeza. Es una noche luminosa: no hay nubes y la luna es amplia
y lo veo: aquí cerca, abajo en la arena y a unos pocos metros, se yergue un
tosco castillo y a su frente la orgullosa firma: “Pablo”.
Es tierno
en su rudeza, su rústica fachada me habla de un arquitecto de 5 o 6 años, sin
duda preocupado por el resultado de su trabajo y, a juzgar por la firma,
tampoco hay duda de la conformidad con lo logrado. Lo veo, serio, atendiendo a
sus baldes y su pala, organizando la estructura de almenas y torreones, patios
y fosos y el gracioso mástil donde lucir los blasones; en este caso, de fino
papel envoltorio de algún bien degustado chocolate blanco.
La marca de Pablo, en la arena.
Casi no me
doy cuenta de que sigo en el tema, casi no me doy cuenta el cambio tremendo de
perspectiva a lo que me lleva el castillo de Pablo.
No es éste
el caso de un caminante anónimo, marcador involuntario de playas ajenas. Es el
Señor Feudal de medio metro cuadrado, usuario intensivo de cubos de arena, desafiante
del mar que alisó la playa, usuario del mar que le alisó la playa. Su
marca y su obra, su objeto logrado, su efímero esfuerzo, su perenne esfuerzo.
(¿Qué es el tiempo?)
Noto que la
marea está subiendo. Los dedos juguetones de la espuma que dejan las olas,
cosquillean cada vez más costa adentro. Muy cerca ya del castillo y no debe
faltar mucho para que comience a alcanzarlo. Tocará sus muros una y otra vez y
en cada oportunidad se llevará sin duda algunos granos de arena. Empujará por
fin el muro quebrado: será el lado oeste, primero. Y derribará el cerramiento,
las torres, el mástil. Se llevará la bandera flotando, quizás en una especie de
respetuosa ofrenda al esfuerzo de Pablo.
Mañana la
playa quedará nuevamente alisada en espera de otro arquitecto, de algún
caminante distraído o de un par de enamorados que escribirán sus nombres
atados.
Mañana no
estará la marca de Pablo. Sin embargo, yo mismo la estoy registrando ahora y te
la cuento. Quedó en mí, sin que Pablo lo
sepa; ni lo conozco, sólo sé que se llama Pablo y que es un orgulloso
arquitecto de castillos de arena. También lo sabés ahora y somos más los que
tienen guardada esa huella.
Pero hay
alguien sin duda que sabrá conservarla con más emoción que ninguno.
Cuando
alguna vez una playa cualquiera le ofrezca su tersura, será
despertado el castillo; el mismo que ahora es llevado por la rutinaria marea y
entonces Pablo, quizás de la mano de su enamorada, quizás de la mano de un
hijo, de un nieto o quizás solo con su alma y su infancia, revivirá el momento
en que serio trataba de acomodar con justeza las torres y almenas.
Porque era
visible, el castillo de Pablo. Y está incorporado para siempre en la extraña
dimensión del alma.
Mis marcas, tus marcas, nuestros castillos
Pensé en mí. En los castillos que hice. En los castillos que otros construyeron en mi playa.
No siempre
en la playa hay marcas involuntarias.
También
existen las marcas buscadas por hacedores de la historia pequeña, esa que es la
más grande y la única que cuenta cuando leemos recuerdos de cosas pasadas.
Por suerte
mi playa es de arena y por ello recibe impresiones, huellas que quedan, por
cosas casuales o intencionales. Pienso en costas rocosas, acantilados,
superficies rígidas que jamás se alteran. ¡Qué pena que nunca conozcan el
reverberar de las huellas! Que en los rincones destinados a almacenar
recuerdos, no haya alojados pedazos de historias pequeñas, ésas que sin duda
sucedieron y que resbalaron por la dura roca cayendo al costado de cualquier
recuerdo.
Por suerte
hay playas de arena, donde las huellas se marcan con rasgo indeleble. Queridas
o no, buscadas o casuales.
Patrimonio
del tiempo, sedimentos adormecidos dispuestos a revivir en el recuerdo cuando
algo, misterio, fantasía o quimera, los llame y les pida que empujen del todo
hacia afuera esa pequeña lágrima que los espera escondida.
El frío
aumenta. La brisa del mar es cada vez más fresca.
Comienzo a
desplazarme para regresar a un protector cuarto de hotel. En él no hay brisas
frías, tampoco huellas en su piso o rumores que despierten duendes marginados.
Como dije,
un protector cuarto de hotel.
Guardo mis
marcas con suaves aliños, les pido que sigan su letargo amigo. Quiero a mis
marcas. Extraño sus mimos, sus tibios afectos aunque a veces cueste un poco
sentir la garganta hecha un nudo.
Ya está, se
durmieron y esperan.
Salgo de la
arena para pisar el sólido pavimento de la ruta.
Camino
hacia allá derecho, donde sólo a algunas cuadras, está esperándome el protector
cuarto de hotel.
Corregido y publicado en diciembre de 2020
A todas las marcas que guardamos, que a través del tiempo tejen la historia de lo que somos
![]() |
Ilustración: Foto LRM sobre trabajo de Luz de Abril Maderuelo Misenta |
----o0o----
Me gustará conocer tu opinión. Si quieres hacerlo,
los comentarios están activados
No hay comentarios:
Publicar un comentario
¡Me gustará conocer tu opinión!
Los comentarios con opiniones responsables, estén de acuerdo o no con lo publicado, serán publicados.
Comentarios fuera de contexto, con palabras ofensivas o agresiones de cualquier tipo no caben en este blog.