miércoles, 9 de diciembre de 2020

 Las marcas





Había marcas en la arena de la playa.

En la pequeña bahía, las huellas sobresalían en sus bordes; en ese pequeño relieve se producían brillitos intermitentes con el reflejo de la luz de la luna, cuando cada tanto el mar las invadía.

Yo, acomodado entre las rocas que precedían a la playa, disfrutaba el cuadro con la música de las voces del mar, ese rumor suave y profundo que comienza desde la nada hasta que, florecido en brillos y espuma, entrega el indescriptible sonido de la culminación.

Quienes hayan escuchado al mar, saben a lo que me refiero.

La repetida acción de las olas, que entre seductoras y cansinas regaban la arena y sus marcas, me atraían aunque todavía no sabía cuánto; mucho menos, el porqué.

(Esas marcas…)

Era mucho para ver. Mucho para oír. Mucho para sentir. 

Algún nuevo rumor me distrae; alguna bocina lejana de un barco que ni se imagina que forma parte de este conjunto; algún graznido de un ave y hace segundos apenas, tenues risas juveniles de un grupo que pasa cerca de la playa.

Cada uno de ellos conforma una historia. Pienso en el mundo desde ellos en ese momento y me tiento, pero no quiero irme por esos caminos.

Con esfuerzo, regreso.

(Esfuerzo por la dificultad de salir de los otros contextos, atractivos, tentadores, ¡es tan difícil renunciar!)

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Casi sin querer me descubro recorriendo con la mirada el camino de las huellas de la playa. Voy y vengo por ellas, una por una, sin apuro, hasta donde me da la vista distinguirlas. Son claras, precisas, parecen no tener principio ni fin. Me atraen. Me atrae su historia desconocida, me atrae su destino. Me atrae el contraste entre lo efímero de su existencia y la contundencia indiscutible de su presencia actual. Mañana no existirán, borradas por el continuo lamer de un mar incansable. Hoy están allí y las miro.


El caminante

En mi fantasía quiero regresar al momento en que las huellas se imprimieron y casi lo logro; veo a un hombre caminar sin apuro, hace algunas horas, probablemente al atardecer. Es una figura mansa e indiferente y simplemente pasa por ahí llegar a su destino. Fue el único desde la marea anterior, a juzgar por la pulcritud del paño de arena que mostraba el resto de la playa.



Puedo ver detalles; los pantalones grises recogidos hasta la media pierna, sus pantorrillas razonablemente pilosas rematan en pies descalzos, que se hunden levemente a cada paso formando el pequeño montículo y haciendo un ruido particular: ése que sólo lo hace la arena húmeda cuando alguien la pisa y la desplaza, para dar lugar a una huella. 

Se desvanece por fin en ese punto en el que ya no distingo las huellas con claridad .

Imagino que se está yendo el sol. Los últimos toques rojizos del atardecer adornan el fondo del Pacífico, pintando alguna nube que descuidada se cruza en su camino.

Sin duda son las huellas, y no el caminante, las protagonistas de esta historia. Las marcas, testigos del paso de algo o de alguien. Las marcas, documentos. Las marcas.

El caminante simplemente pasó. Nunca habrá pensado en que su paso estaba registrándose en la playa, por un tiempo.

¿Cuánto? ¡Es tan relativo, el tiempo! Mucho o poco, no sabemos. Para el caminante, nada. Para el mar, apenas un instante. Para las huellas, toda una vida. Tampoco habrá imaginado el caminante las historias que desatarían su paso y sus huellas en las fantasías de un –también anónimo- observador.

Pensé en la arena y en sus marcas. Pensé en mí. En mis marcas.




Tantos caminantes que, siendo yo simple ruta de paso y nunca destino, marcaron sin saber profundas huellas con sus pasos, rítmicos e indiferentes, por un tiempo… ¿cuánto?  Para el caminante, nada. Para las huellas, toda una vida.

Es curioso pensar en la situación: marcas tan claras, sin que nadie las haya buscado. Marcas que documentan algo. Que comprueban que algo o alguien pasó pisando fuerte. Marcas que el tiempo, como el mar a la playa, lame sin prisa y sin pausa, hasta que se borran. O al menos así parece, hasta que en alguna dimensión, estallan en recuerdos ante el estímulo de un detalle inesperado: un perfume, una canción, una palabra, un dolor, una risa, una sonrisa, un color, un sabor, un pensamiento o el tibio misterio de una brasa cenicienta que centra una noche de amigos.


Huellas que ignoramos

Me pregunto ahora si alguna vez, pude ser el peregrino que marcara huellas en playas ajenas, indiferentes para mí. Me pregunto si el curso misterioso de alguna mente las habrá resguardado, en esa dimensión desconocida, para que duerman los tiempos hasta que el detonante las despierte, las reviva y viva yo en ellas sin saberlo, sin poder palpitar las mismas emociones, sin poder compartir los mismos sueños, ajenos, secretos.


Los archivos misteriosos

Registros almacenados en planos superpuestos, cuidadosamente resguardados por la pátina paciente del tiempo. Latentes, esperando el llamado; huellas invisibles por el momento y tan indelebles como reales, que protejo en celosa custodia inconsciente. Marcas amables que proveen ilusiones, caricias, afectos y ternuras. Y también marcas que lastiman, que llaman a angustias, agresiones, dolores, frustraciones.

Ambas cohabitan y esperan. No se eligen las que van a ser guardadas; simplemente son y están.


Cuando son convocadas acuden con sus cargas: penurias o riquezas que ponen a mi disposición.

Por fortuna, está en mí el uso que haga de ellas. Puedo conservarlas vivas por un tiempo, comprenderlas, aceptarlas, compartirlas o también puedo negar su presencia y con eso ratificarlas y aumentarlas.

A menudo pasa que aparecen muchas a la vez, aunque en mi caso, al menos, siempre lo hacen en grupos de similares tonos: a veces feroz presencia de lo negativo; de nuevo a enfrentarlas. Pelear la batalla luchando con todas las fuerzas y afortunadamente, con frecuencia teniendo de aliada una palabra amiga.

A veces en cambio, se vienen afables, las que presiento ahora: se suceden una a una, en lenta y continua aparición sin mezclarse ni confundirse. Cada una tiene su propia definición: ese fogón, ese color, esa sonrisa, esa conversación, esa tibia arena del arroyo, esa canción, esa soledad, ese calor, ese perfume, esa lección, ese temblor, esa niebla, esa mirada.

Huellas indelebles que siempre se recuerdan con nostalgia y con afecto. Marcas profundas que la diaria ocupación sólo consigue desplazar por un tiempo, nunca borrar. Riquezas extrañas que siendo amadas echan a veces a rodar una pena en el alma; melancolía que degustamos como un vino añejo: como él, fueron preparadas con cuidado, conservadas en silencio en algún rincón tenue y fresco. Como al vino, el tiempo le da un toque justo;  el sabor que paladeamos con fruición y sin apuro, sintiendo cada detalle como se siente la presencia de la uva después de cada trago. Y como el vino, en la dosis justa relajan y abren el alma. En exceso, la enturbian y entorpecen la razón.



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El Castillo de Pablo

La brisa fresca me interrumpe; tomo mi tiempo para acomodar el cuello de la campera y bajo un poco la cabeza. Es una noche luminosa: no hay nubes y la luna es amplia y lo veo: aquí cerca, abajo en la arena y a unos pocos metros, se yergue un tosco castillo y a su frente la orgullosa firma: “Pablo”.

Es tierno en su rudeza, su rústica fachada me habla de un arquitecto de 5 o 6 años, sin duda preocupado por el resultado de su trabajo y, a juzgar por la firma, tampoco hay duda de la conformidad con lo logrado. Lo veo, serio, atendiendo a sus baldes y su pala, organizando la estructura de almenas y torreones, patios y fosos y el gracioso mástil donde lucir los blasones; en este caso, de fino papel envoltorio de algún bien degustado chocolate blanco.

La marca de Pablo, en la arena.

Casi no me doy cuenta de que sigo en el tema, casi no me doy cuenta el cambio tremendo de perspectiva a lo que me lleva el castillo de Pablo.

No es éste el caso de un caminante anónimo, marcador involuntario de playas ajenas. Es el Señor Feudal de medio metro cuadrado, usuario intensivo de cubos de arena, desafiante del mar que alisó la playa, usuario del mar que le alisó la playa. Su marca y su obra, su objeto logrado, su efímero esfuerzo, su perenne esfuerzo. (¿Qué es el tiempo?)

Noto que la marea está subiendo. Los dedos juguetones de la espuma que dejan las olas, cosquillean cada vez más costa adentro. Muy cerca ya del castillo y no debe faltar mucho para que comience a alcanzarlo. Tocará sus muros una y otra vez y en cada oportunidad se llevará sin duda algunos granos de arena. Empujará por fin el muro quebrado: será el lado oeste, primero. Y derribará el cerramiento, las torres, el mástil. Se llevará la bandera flotando, quizás en una especie de respetuosa ofrenda al esfuerzo de Pablo.



Mañana la playa quedará nuevamente alisada en espera de otro arquitecto, de algún caminante distraído o de un par de enamorados que escribirán sus nombres atados.

Mañana no estará la marca de Pablo. Sin embargo, yo mismo la estoy registrando ahora y te la cuento. Quedó en mí, sin  que Pablo lo sepa; ni lo conozco, sólo sé que se llama Pablo y que es un orgulloso arquitecto de castillos de arena. También lo sabés ahora y somos más los que tienen guardada esa huella.

Pero hay alguien sin duda que sabrá conservarla con más emoción que ninguno.

Cuando alguna vez una playa cualquiera le ofrezca su tersura, será despertado el castillo; el mismo que ahora es llevado por la rutinaria marea y entonces Pablo, quizás de la mano de su enamorada, quizás de la mano de un hijo, de un nieto o quizás solo con su alma y su infancia, revivirá el momento en que serio trataba de acomodar con justeza las torres y almenas.

Porque era visible, el castillo de Pablo. Y está incorporado para siempre en la extraña dimensión del alma.


Mis marcas, tus marcas, nuestros castillos

Pensé en mí. En los castillos que hice. En los castillos que otros construyeron en mi playa.

No siempre en la playa hay marcas involuntarias.

También existen las marcas buscadas por hacedores de la historia pequeña, esa que es la más grande y la única que cuenta cuando leemos recuerdos de cosas pasadas.

Por suerte mi playa es de arena y por ello recibe impresiones, huellas que quedan, por cosas casuales o intencionales. Pienso en costas rocosas, acantilados, superficies rígidas que jamás se alteran. ¡Qué pena que nunca conozcan el reverberar de las huellas! Que en los rincones destinados a almacenar recuerdos, no haya alojados pedazos de historias pequeñas, ésas que sin duda sucedieron y que resbalaron por la dura roca cayendo al costado de cualquier recuerdo.

Por suerte hay playas de arena, donde las huellas se marcan con rasgo indeleble. Queridas o no, buscadas o casuales.

Patrimonio del tiempo, sedimentos adormecidos dispuestos a revivir en el recuerdo cuando algo, misterio, fantasía o quimera, los llame y les pida que empujen del todo hacia afuera esa pequeña lágrima que los espera escondida.




El frío aumenta. La brisa del mar es cada vez más fresca.

Comienzo a desplazarme para regresar a un protector cuarto de hotel. En él no hay brisas frías, tampoco huellas en su piso o rumores que despierten duendes marginados.

Como dije, un protector cuarto de hotel.

Guardo mis marcas con suaves aliños, les pido que sigan su letargo amigo. Quiero a mis marcas. Extraño sus mimos, sus tibios afectos aunque a veces cueste un poco sentir la garganta hecha un nudo.

Ya está, se durmieron y esperan.

Salgo de la arena para pisar el sólido pavimento de la ruta.

Camino hacia allá derecho, donde sólo a algunas cuadras, está esperándome el protector cuarto de hotel.

 

 


 Tucumán, Yerba Buena, octubre de 1992

Corregido y publicado en diciembre de 2020


A todas las marcas que guardamos, que a través del tiempo tejen la historia de lo que somos

 

Ilustración: Foto LRM sobre trabajo de Luz de Abril Maderuelo Misenta

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