miércoles, 2 de diciembre de 2020

El Coronel, los 11 bravos del desierto y el Chucho    

    

Eje de tiempo en el que se basa el presente relato


El coronel y el paseo por el recuerdo

El coronel Marcial Cardozo Molina siente cada vez mayor presión. Una encrucijada comenzó hace un par años y ahora, tras un dramático descubrimiento, le pesa. Le pesa ser responsable de esos once valientes, bravos sobrevivientes de la 1ª división de fusileros de Ralenquén, que permanecen en Corral Torcido desde hace dos años, cuando el coronel recibiera la última orden del comando superior.

Oteando el horizonte en busca de equilibrio emocional, Marcial baja sus párpados, se remonta dos años atrás y visualiza el Fortín Ralenquén en su memoria y de a poco, puede escuchar la actividad de los soldados, los resoplos de los caballos, siente el olor al cuero de las monturas y se ve a sí mismo frente a una mesa, escribiendo la bitácora del día, cosa que no le llevaba mucho tiempo. Hacía un montón que había escrito “Sin novedad” y desde entonces los partes consistían en una sucesión de comillas. 

Recuerda que estaba poniendo el último tilde de la última de las cuatro comillas del día, cuando escuchó el grito de un soldado: “¡Parte para el coronel Cardozo! ¡Un jinete se acerca desde allá!”.

El corazón late con ansiedad entre los guerreros; rasos, suboficiales y oficial. Los ojos atentos buscan una señal para saber a qué deben atenerse. Uno de ellos grita: “¡Es de los nuestros!”, para júbilo de todos.


El uniforme apenas se distingue debajo de la carga de polvo acumulada en la cabalgata. Trae la orden y se la entrega al coronel.  Toma un caballo de refresco y reuniendo una mínima cantidad de víveres, se aleja de Ralenquén a todo galope.

El coronel recuerda cómo siguió con la mirada el regreso del correo, hasta que la última mota de polvo de la galopada se hubo esparcido nuevamente por los desérticos suelos.

Finalmente, lee el parte emanado directamente de la comandancia general, firmado por el mismísimo General Arturo Triviño Iriarte: no podrían enviarle más víveres, ni municiones, ni refuerzos ni “vicios”. Debía replegarse hasta un lugar estratégicamente adecuado y hacerse fuerte allí, resistiendo al infiel hasta el último hombre. Con letra más grande, abajo, decía: “Defina el Sr. Coronel el lugar y comuníquelo con el mismo correo que le entregará este parte, para que fijemos su nueva posición.”

Tarde. Del correo, ni polvo, como ya dijimos.

El coronel carraspeó y pensó que no habiendo otros oficiales, no tenía porqué dar detalles de esta omisión. Como ejemplo cabal de los mecanismos de autodefensa de la mente, en un par de días simplemente olvidó ese detalle.

Obedecieron la orden. La de irse. 




Largas jornadas vinieron, con sus duros hombres resistiendo el clima y el cansancio. Avanzaban, cazaban algún bicho para alimentarse, descansaban lo indispensable y su éxodo continuaba sin destino fijo.

Aquella mañana, con el sol cayendo a plomo, algo se divisa. ¡Alto! Ordena el coronel.

“¡Cabo Sabrino!”  (sí, ya sé.), “Elija un soldado y avancen hasta aquella mancha. Asegúrense de que no haya enemigos”, ordenó mientras señalaba el horizonte con el dedo medio, también llamado dedo mayor, de la mano derecha.

El viejo guerrero había perdido el índice tras el infortunio de un disparo, que hiciera impacto en la base de la primera falange.  Nunca se quejó, porque decía que si bien había perdido el dedo, aprendió que no debía jugar con el revólver cargado. Un hombre que siempre tuvo el temple para encontrar lo positivo en la desgracia.

El cabo y el soldado demoraron un montón. Considerando que iban a pie, no era raro.

Los exploradores encontraron que la mancha en el horizonte eran un corral abandonado, con las rústicas cercas vencidas por la inclemencia del tiempo, tres ranchos maltrechos y un aljibe. Sólo eso completaba el complejo. No había habido allí actividad reciente, ni de amigos ni de enemigos.

El coronel supo que era el lugar adecuado. Fundó el “Fortín de Corral Torcido”. Se alegró mucho. Hacía rato que andaba con ganas de fundar algo y se dio el gusto. Organizó la tarea de recuperación del lugar, ordenando la construcción de un mangrullo que, con toda astucia estratégica, hizo hacer de modo que la cabeza del vigía no superara la altura del los ranchos. “Si lo hacemos muy alto, se verá desde lejos”, pensó con lógica cristalina.  

La cruda revelación del presente

Dos años habían pasado. Sobreviviendo de la caza y juntando agua de las pocas lluvias o mediante dificultosos traslados hasta y desde el río más cercano, que no lo era tanto. Ni una orden, ni una expedición con víveres ni municiones, ni uniformes, nada. Los esperaba todos los días y todos los días, una nueva decepción.

Las municiones no eran escasas, eran inexistentes, después de la última bala destinada al último guanaco que almorzaron. Desde entonces, cazaban con trampas. A veces, usaban la digna y temible tacuara que copiaran de sus enemigos, además de lazos, boleadoras, lo que fuera útil.

Y hoy, en este día como cualquiera, de pronto surgió una iluminación, una epifanía. Su aguda percepción le hizo notar una particular realidad: ¡Nunca llegarían refuerzos ni abarrotes! Nadie sabía que los supervivientes de la compañía de fusileros estaban allí. La única ventaja era que los indios, tampoco.  

Advertir esto hizo dar un giro total a las perspectivas del líder.

El coronel y sus hombres, uno a uno

Esa noche, no participó del fogón grupal. Sentado en un tronco, alejado del grupo, quiso recorrer con la mirada y los recuerdos a sus hombres. Una luna tímida alumbraba el fogón que reunía a los soldados. El cuadro era el mismo de todas las noches, pero parecía que lo estuviera viendo por primera vez.

Allá estaba el Sargento Tordo, (sí, ya sé) como todas las noches, pie izquierdo en una piedra, inclinado levemente abrazando su guitarra, buscando robar un rasguido, buscando el severo sonar de la bordona, buscando el alegre trino de un trémolo en la prima.

El hombre buscaba, pero no lo encontraba. Hacía mucho tiempo dos soldados le robaron las cuerdas, para enterrarlas lejos del Fuerte. Luego, prolijamente, usando unas tinturas hechas por ellos mismos, se las habían dibujado en el mástil de la guitarra. El sargento los volvía locos con las desafinaciones. Tenían el visto bueno del coronel, que cuando le pidieron permiso para la misión, con inocultable alivio les dijo: “Háganlo”.

El sargento Tordo parecía no ver el mástil vacío; era como un ritual de todas las noches. Al final se cansaba, y diciendo “Esta porquería no suena”, dejaba la guitarra y se iba a dormir.

Aclaremos que el coronel había autorizado la “Operación Cuerdas” para proteger a sus soldados, porque  él era el menos afectado. Cuando el sargento arrancaba con sus insoportables interpretaciones, bastaba que él se pusiera de costado, mostrando su flanco derecho al sargento.

En la batalla de Toronja Amarga, recordado combate a distancia y a cañonazos, tenía el grado de Mayor y estaba a cargo de una batería. El intenso sol no le permitió ver si la mecha del cañón estaba encendida y acercó su oreja derecha para comprobar si se oía el “pshhhhhshhshh”  característico de la mecha cuando se quema. Lo comprobó, pero no tuvo tiempo de retirarse y la explosión lo dejó sordo para siempre, de ese lado. 





Prosiguió con su mirada y sus recuerdos. Ahí estaba el Chucho, al lado del fogón. ¡El Chucho, carajo, el caschi mascota! Había sido bautizado así por lo friolento. Un poco de frío y tiritaba de hocico a rabo, y corría a buscar algún soldado con el cual abrigarse cuando ya el fogón no tenía lumbre. Eso sí, al Tape Macuba lo evitaba. El Tape era un moreno grandote que pese a su aspecto temible, era muy cariñoso: le encantaban los abrazos y cuando iniciaba un abrazo, no soltaba. Una sola vez el Chucho lo eligió. Extrañamente, después de esa vez, aunque Macuba lo llamara, agarraba para el lado contrario.

El Chucho venía desde Ralenquén, donde había sabido prestar servicios vitales para los soldados. Más de una vez los alertó sobre la proximidad de los guerreros pampas.

La más icónica fue esa cuando el cacique Bolintrén organizó un mega malón, con el intento de aproximarse desde el lado de allá. Cuentan que el lugarteniente de Bolintrén le advirtió, en su lengua: “Bolintrén, nos conviene ponernos por allá. Por acá estamos con el viento a favor de ellos, cuando estemos más cerca, sabrán que estamos...”

Boliquén le respondió en español: “Tú no discutir, Bolintrén saber más que tú lo que deber hacer. Bolintrén y guerreros estar muy lejos y huincas ser un poco tontos. Bolintrén quedarse aquí y tú y sus guerreros, ¡obedecer! Tronó levantando la voz en la última palabra.

Ahí fue cuando el lugarteniente,  en su lengua nativa, le dijo: “Está bien, Bolintrén, como vos digas. Sos el capo y vamos a obedecer. Pero, ¿porqué hablás como Tarzán?”

La respuesta fue tajante: “No gustarme los subtítulos, preferir hablar como ellos. Y además, hacerlo bien. La maestra cautiva… ¡calificarme con muy bien 10! Expresó mientras agitaba sus brazos al cielo, uno de ellos con una enorme tacuara en la mano. (Había tomado clases de declamación con otra cautiva, una actriz de teatro. Le encantaba actuar.)

Respecto de la maestra cautiva, la de español, la verdad es que le puso un muy bien 10 porque le tenía terror. Como les pasa a muchos docentes de hoy en día con algunos alumnos. Bolintrén no había aprendido español con fluidez, por “dieces” que se sacara.

Volvamos al Fortín Ralenquén. Casi al mismo tiempo en que se desarrollaba aquel diálogo entre los atacantes, el Chucho se paró sobre sus patitas traseras, comenzó como a ahogarse, a hacer horribles arcadas y los ojos parecían salírsele de las órbitas. Estaba claro: su fino olfato había percibido la presencia de los infieles. 

El primero que detectaba una situación así, gritaba tan alto como podía: "¡¡LOH INDIOH!!, SE VIENEN LOH INDIOH!”  Los estudiados movimientos de la táctica militar del sabio líder arrancaban de inmediato. En pocos segundos, los soldados estaban montados en los nerviosos caballos y salían disparados a todo galope. Hacia el lado contrario que señalaba el Chucho.

Un letrerito desalentaba a los indios cuando llegaban a las tranqueras del fuerte: “Salimos. No hay nada, no intenten saquear”.

Una vez más, habían sido burlados por la astucia de los fusileros. Gracias a Chucho, que era alérgico.

Hoy, el fiel caschi seguía allí, un soldado más. Hecho un rollito junto al fogón, que regalaba sus destellos de fuego y chispas, con el crepitar del piquillín poniendo sonido a la noche. Al coronel le saltó una lágrima.

Miró un poco más allá. El soldado Barragán estiraba un hoja de caldén, ponía un poco de afata molida y tras enrollarla, la encendía con un palito del fogón y daba una profunda pitada. No habiendo tabaco, era el único recurso para fumadores empedernidos. Lo bueno es que no dañaba la salud. Era tan horrible que apenas podían hacer esa primera pitada y tenían que tirarlo.

El coronel nunca le guardó rencor a Barragán. Ellos venían destacados desde la campaña del Paraguay.  El coronel era un hombre cabal y sabía aceptar los riesgos de un soldado. Sucedió cuando el coronel estaba a cargo del 3er Regimiento de Cerbataneros del Litoral, dando una clase de cómo armar una granada. Mientras manipulaba un coco y lo cargaba con pólvora, Barragán tiró un pucho por la ventana. Por la ventana cerrada. El pucho rebotó, cayó en la granada y ... el coronel la sacó bastante barata. No tenía mucha pólvora y sólo perdió el pulgar de la mano izquierda.

Afortunadamente, en esa época no existía el hábito de hacer el “OK” con el pulgar. No era tan importante. 

Recordando la anécdota, sonrió y pensó cariñosamente, refiriéndose a Barragán: “¡Muchacho loco!”

La mirada del coronel se detuvo ahora en Monasterio Zapata, de guardia, que encerrado en el particular mangrullo “a nivel”, intentaba mantener los ojos abiertos sólo por algo de orgullo, porque al fin y al cabo, en dos años, sólo se habían acercado algunos elementos de la fauna del lugar, que dicho sea de paso, él era especialista en cazar.




El coronel sólo se tocó, instintivamente, la profunda cicatriz del cuello de apenas el año anterior, cuando salieran a cazar ñandúes. El lazo de Zapata enganchó, sin querer, el cuello de su superior y al sentir Zapata resistencia en el lazo, instintivamente tiró con fuerza para derribar al ñandú. Cuando vio que después del tirón llegaba el lazo con el coronel deslizándose por las arenas del piso, no sabía cómo pedir disculpas. El coronel, hombre íntegro, y aclaremos que decimos íntegro respecto de su moral, no había recuperado aún sus colores normales, pero se puso en pie y palmeando tranquilizadoramente la espalda de Zapata, decía: “ahhggg, aghhhh, oho hien, oho hien hapaha, oho hien! aagghhhh...”

Ahí estaba el cabo Sabrino, con su cuaderno, el que nunca abandonaba. Tomaba su viejo lápiz y pensaba lo que iba a dejar como testimonio para su mujer, que quedara allá, en Buenos Aires cuando lo mandaron a la frontera. ¡Dos años en Corral Torcido, más los años en Fortín Ralenquén! Como siempre, lo abrió en la primera página y al cabo de un rato, lo cerró, como todas las noches. No sabía escribir, pero gustaba de imaginar lo que le diría a su compañera.

Nunca volvió a pedir a nadie que lo ayudara, sólo una vez a pocos días de llegar a Ralenquén. Como no recibiera respuesta de su mujer pese a tan expresiva carta, no quiso enviar una segunda. En aquella oportunidad, el cabo pidió permiso para entrar al despacho del coronel y de frente le dijo: “Mi Coronel, no sé escribir y me gustaría enviar una carta a mi mujer, en Buenos Aires. Mañana tienen que llegar los víveres y el correo, ¿Ud. podría ayudarme y escribir mi carta?”

Gaucho como pocos, el coronel ni le respondió. Tomó una hoja de su provisión de papel oficial y pluma en mano, ordenó: “Siéntese y métale nomás, cabo.”

“Mi querida Amanda, amor de mi vida, pasión inmortal: Te imagino sola allá en Buenos Aires, sin mis abrazos y mis caricias, mis besos, mi pasión  y el corazón se desgarra a pedazos. Desde que llegué sólo añoro tus…” 

El coronel levantó la vista en este punto y un poco colorado, preguntó al cabo: ¿Seguro? A lo que el cabo respondió firmemente: “Sí, mi coronel, claro! A no ser que...  Ud. piense que está mal”.

“Cabo, lo que haya entre Ud. y su esposa no me incumbe, siga nomás entonces”. El coronel carraspeó de vez en cuando ante los osados detalles de la misiva, pero cumplió en escribir palabra por palabra. ¿Cómo va a firmar? Preguntó el coronel. Póngale… “Tu amor de siempre que te añora desde Ralenquén.” ¡Ahí tá! Dijo conforme el cabo.

El coronel, humano al fin, recordó a su esposa y se sumió en sus propios recuerdos. Tanto, que dobló la carta, la puso en el sobre y en ese ensueño amoroso, escribió en dicho sobre el nombre de su propia esposa, Yolanda Beatriz Azcuénaga de Cardozo Molina y la dirección de su casa, embriagado en románticos recuerdos.  Nunca se dio cuenta del error ni tampoco se enteró porqué, en el correo del siguiente mes, su esposa le comunicaba que lo abandonaba y se iba con el odontólogo de la esquina a vivir a Chile.

Al ver al cabo Sabrino en ese racconto de recuerdos, recordó a su mujer y la imaginó en Chile con el odontólogo. El corazón se le estrujó, pero se recompuso y siguió su inventario de evocaciones.

¡Ah, Severino Rosales!  Rosales era una especie de astrónomo natural. Gustaba de pasar las horas de fogón acostado mirando el cielo. De vez en cuando, disparaba con voz grave una sentencia: “A esa estrella la vi ayer”. Cuando estaba dicharachero, a veces agregaba: “A la que está más allá, también”. Un filósofo.

Pese a lo sucedido, Rosales seguía con esa atracción desmedida por cúpula celeste. Estaban aún en Fortín Ralenquén cuando el coronel ordenó mover el único carromato disponible para ponerlo en lugar más protegido, por si había un ataque con flechas incendiarias, por ejemplo. Ordenó a cuatro soldados a que empujaran y a Rosales, que guiara el vehículo. Era temprano y el lucero brillaba solitario, hermoso. Rosales se embelesó con él. Instintivamente, el coronel también miró hacia arriba para ver qué cuernos miraba Rosales, por lo que ninguno de los dos vio cuando la pesada rueda derecha rodaba directo a los pies del coronel. No fue para tanto, las botas le protegieron los dedos; solo que nunca más le crecieron las uñas del pie derecho y le molestaba un poco al montar.

No podían faltar generosos recuerdos del coronel para Narciso Quipildor, el explorador, el baqueano, el rastreador. ¡Cuántas veces habrá requerido sus servicios para que le compruebe el estado de higiene de sus botas! El coronel había perdido el olfato aquella vez que, en la cocina, se metió a curiosear una bolsita con algo rojo y le propinó una tremenda aspiración. La inflamación le duró sólo dos semanas, pero perdió el olfato para siempre. Y no quería ser descuidado en su aspecto, era el líder y debía dar el ejemplo, por lo que requería los servicios del rastreador.

Y allí estaban, inseparables: los gemelos Garzón Moreira. Gastón, el alto y rubio era el mayor, según decían. Había nacido primero. Ramón, el más bajo y moreno, menor. Nació media hora después.  (Aunque ahora dicen que es al revés: que el que nace primero es el menor, vaya uno a saber.) El caso es que, años atrás cuando estaban en poblados, cuando la gente los veía juntos, quedaba muy confundida. Ramón, Gastón, Gastón, Ramón… no creían lo que veían. No entendían cómo era posible que fueran gemelos.

El coronel recordó con una sonrisa el momento cuando los conoció: se habían puesto los dos en fila, con Gastón adelante. Ramón no aparecía y el coronel, con sólo el ojo derecho, no tenía visión tridimensional, menos todavía para que lo viera.

En la batalla del Bajo de Las Lomadas, el entonces capitán Cardozo Molina, en fiero combate con las tropas lanzadas cuerpo a cuerpo, giró violentamente su cabeza a la izquierda justo cuando uno de sus soldados avanzaba a bayoneta calada, que entró en el ojo del guerrero. Todos recuerdan que el aguerrido capitán, sorprendiendo a la tropa, puso un trapo en el vano ocular y continuó arengando a la soldadesca, mientras un río de sangre le inundaba el rostro. Tanto, que no veía nada en absoluto.

Los enemigos se mostraron muy confundidos, ya que no entendían porqué un capitán enemigo los arengaba exigiéndoles valor y sangre. Algunos comenzaron a gritar: “¡Aquí hay fulería!”  “¡Tongo!”, hasta que el jefe a cargo, un sargento bravo y desconfiado, gritó en guaraní: “¡Nomengá Ñará! ¡Nomengá Ñará!  a lo que siguió la orden de “Piré piré mosé, piré piré mosé” que significa “Esto es una trampa, Retirada, retirada!”

Las tropas, victoriosas, se ocuparon de cargar a su líder hasta la enfermería. Esa acción le valió un ascenso al joven capitán.  

Cabo primero Antenor Morales, el genio de la cocina. Hacía maravillas con nada, y siempre había por lo menos, como mínimo, un plato cada día por medio, para mitigar las hambrunas de la tropa.

Una vez, no tenía nada de nada y ya habían pasado cuatro días. La tropa comenzó a mirarse con otros ojos y Antenor entendió que algo urgente debía hacer. La disciplina, aún más, la vida de la tropa estaba en sus manos. Fue al río, trajo agua, juntó como pudo suficiente leña y puso en el agua algo muy preciado en el desierto, algo casi vital... sacrificó sus propias botas. A los hombres no les tocó una abundante ración, pero demoraron tanto en masticar que finalmente quedaron saciados y la paz volvió a reinar.

El coronel lo felicitó, hablando un poco raro. Le salía un silbido muy extraño. Acababan de salírsele cuatro incisivos con el rudo menú; tendría que aprender a hablar de modo que se entienda.  Preguntó: “¿Y cómo she le ocushió esho?” Antenor fue enigmático. Se encogió de hombros y dijo: “Lo aprendí de un tipo del norte”. Y agregó, en queda voz, como para sí mismo: "Sí, era una quimera."  Y ambos hicieron silencio.

La recorrida visual y de recuerdos del coronel llegó al último de sus fieros soldados: Arcano Reyes, a cargo de la enfermería. Enfermería sin medicamentos, desde hacía tiempo. Aunque supo ser buen enfermero. Arcano Reyes no tenía estudios pero aprendió de las experiencias hasta conformar sólidos conocimientos para futuras situaciones. Gracias al coronel, supo que nunca más debería mantener la errónea idea de que la “sal inglesa” era un sazonador británico, con el que convidó generosamente al coronel en un asado allá en Ralenquén, en las buenas épocas. De puro chupamedias, para quedar bien.

Al menos aprendió que no era lo que creía.

Resuena en la mente del coronel lo manifestado entonces: “Reyes, me siento livianito, livianito. Siempre viene bien una limpieza. Buen trabajo, Reyes.” Hombre fuerte, el coronel se recuperó rápidamente del peso perdido y de la deshidratación.

Amigo, le estoy leyendo la mente. Nada dijimos del Tape Macuba y el coronel. Pues no, su morbosidad deberá buscar otras fuentes. El Tape Macuba tenía un místico respeto, más bien franco temor por los rangos y autoridades. Nunca se atrevió siquiera a mirar a los ojos a su coronel. Nunca, por lo tanto, intentó abrazarlo. La integridad física del coronel no sufrió daño alguno, No sea mal pensado.

Los hombres se fueron a su descanso, uno a uno. El penúltimo en hacerlo, Narciso Quipildor, lanzó una feroz mirada al Tape Macuba, quien hizo un tímido conato de seguirlo. El Tape Macuba bajó la mirada, dio una patadita en el piso y refunfuñando fue al establo. Allí dormiría tranquilo. Sólo tenía que soportar la pesada respiración del “Renegáu”, el buey que venía a ser el tractor del carromato. El que habían traído desde Ralenquén.

Tiempo de decisiones

Ahora sí, sólo quedaban bajo el cielo del desierto el soldado Zapata, que ya dormía plácidamente en su puesto de centinela, y el coronel, que yendo con paso lento hacia su camastro, rumiaba la decisión tomada.

Al día siguiente se despertó antes que ninguno. Incluso antes que el centinela. Se vistió, sacudió el uniforme y calzó su gorra. Sable a la cintura y su viejo Lefaucheux sin balas, al otro lado.

Salió a descubierto y encaramándose a una parte firme del cercado, puso dos dedos en sus labios y silbó, lo más parecido que pudo, el toque de diana.

Los soldados despertaron y quedaron desconcertados. ¿Silbo de diana? ¿Qué estaba pasando?

El centinela, sobresaltado, intentó simular que estaba despierto desde antes. El resto de la soldadesca salió como estaba, en paños menores, despeinados, sorprendidos. Antenor Morales descalzo como siempre desde que donara sus botas, pero acostumbrado. Fue mayor aún la sorpresa de todos, cuando vieron a su jefe vestido casi de gala, por lo que surgieron atávicas reacciones de disciplina militar y formaron frente a él.

El coronel esperó y cuando el silencio fue absoluto, habló.

“¡Soldados de la 1º división de fusileros de Ralenquén!, ¡buenos días!”

El Tape Macuba se asustó, pero se acopló a la respuesta masiva: Buenos días señor coronel

Y Marcial continuó, marcial:

“Hoy es un día histórico para vuestras vidas. Hoy, he tomado la determinación de que nuestras fuerzas no son útiles en esta posición y debemos, por responsabilidad patriótica, ponernos a disposición de los lugares donde más se nos requiera.”

“Soldados, hoy partiremos rumbo para allá, a ver qué encontramos. Digo para allá, porque para el otro lado seguro encontramos a los salvajes, así que mejor para allá nomás.”

“En este día iniciaremos una jornada de regocijo y sacrificio, no sabemos cuántas leguas, semanas, meses tendremos que transitar por pleno desierto, pero sabemos que algún día llegaremos a un poblado. Y ese día, sabremos al menos dónde estamos.”

La disciplina de los soldados se rompió. Algunos quebraron en llanto. Al verlos así, el Tape Macuba quiso consolarlos con un abrazo, pero todos volvieron a la compostura automáticamente al ver que se acercaba.  Otros no lloraron; gritaron espontáneas y extrañas consignas alentadas por la febril algarabía: “¡Y ya lo ve, y ya lo ve, vamoalaca-sa o-tra vé!” sentencia que se repetía en forma de primitivo canto.

Con el tiempo, esa novedosa expresión se extendería por todo el país, y con algunas adaptaciones, se cantaría en homenaje a estos doce valientes soldados.

El sargento Tordo enjugó una lágrima, quedó un rato quieto y levantó la mano, palma abierta hacia el coronel, pidiendo permiso para hablar. De a poco, los demás fueron callando.

Cuando hubo silencio, preguntó: “Mi coronel, ¿cuándo noh vamoh?” La precisa y previsora mente militar no había obviado ese detalle.  

“Ya mismo” dijo el coronel.

El viaje, el regreso

Nadie tenía reloj y no se sabe cuánto demoraron, pero fue increíblemente rápido: prepararon al Renegaú, que a duras penas ataron al carromato, afilaron la picana, pasaron un trapo al pescante, regularon la pértiga, cargaron las cosas y nueve valientes treparon a bordo. Las correosas manos de algunos se aferraron a los bordes del carruaje con una mano y con la otra, entrelazáronse firmemente con sus compañeros, listos para aguantar el chicotazo del arranque. Al pescante, el cabo Sabrino y Narciso Quipildor completaban los once. Quipildor advirtió: “¡¡Agárrensén que ahí vamoh!!” y picó con fuerza las ancas de Renegáu. Pero no se movió. Estaba ya muy acostumbrado al sedentarismo.

Para hacerlo corto: demoraron un montón, entre casi todos intentaron de todo y no había caso, hasta que a uno de los gemelos se le ocurrió la idea: que el Tape avanzara hacia Renegáu, a ver qué pasaba. Remedio infalible. El viejo buey abrió grande los ojos y arrancó casi al trote. Los soldados se treparon con el carromato en movimiento y comenzó el duro viaje de regreso. El Chucho marchó, fiel como siempre, a la sombra del carro, como todo perro caravanero que se precie de tal.

El coronel iba en su caballo, el único que respetaron sin almorzárselo. Era del coronel, no se come el caballo del coronel.

Dos días de viaje lento, agobiante calor, cortos de provisiones, bebiendo cuando milagrosamente encontraban un curso de agua, apiñados en el breve espacio que los contenía, esquivando al Tape. Habrán andado una legua, legua y media, cuando vieron aquella nube que parecía llegar hasta la tierra. Mirando bien descubrieron que en realidad, subía desde la tierra hacia el cielo. Y mirando mejor, resulta que se movía en su origen y parecía acercarse.

Efectivamente, la locomotora se acercaba y las vías estaban apenas a un centenar de metros de la carreta. 

El maquinista los vio y detuvo el convoy. 

Eran como espectros; la imagen se mostraba como una extraña fotografía: el Quijote en su flaco corcel, una desvencijada carreta atiborrada de famélicos hombres: dos en el pescante, otros ocho para un costado y uno, para el otro. El contraluz permitía ver las moscas revoloteando en la cabeza del buey y la nubecita de polvo que levantaba el Chucho al rascarse la oreja derecha.

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Llegados a la estación de la primera ciudad, el coronel Cardozo Molina telegrafió al comando, donde, pasada la sorpresa de saber que estos valientes estaban vivos, emitieron la orden de que fueran trasladados a Buenos Aires con todas las comodidades que el ferrocarril les pudiera otorgar en el mejor vagón de carga.

Y esa es la historia de los once valientes fusileros de Ralenquén en el desierto ancho, ajeno y agreste. Forjados por la carestía y las tristezas, las batallas y los recuerdos, la fortaleza y el temple. Once valientes y un líder, doce almas. Una docena, digamos, con Chucho de yapa.

Sólo agregaremos que el Chucho sería el primer perro de la historia en ser nombrado sargento. Lo contratarían después para notas periodísticas, publicidades de alimentos, montón de cosas.

N de la R: Muchas décadas después, al sargento Stubby le dirían “El Chucho Yanquee”.

Los soldados, por su parte, serían ascendidos a su grado superior inmediato, condecorados, felicitados y saludados con un fuerte abrazo por el General Arturo Triviño Iriarte. Al Tape, último de la fila, se le iluminaron los ojitos, pero… su miedo a las jinetas lo superó y, al momento del saludo, quedó tieso como un poste. 

Afortunadamente. Para el General Arturo Triviño Iriarte.



Luis R. Maderuelo

Noviembre de 2020


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