COLONIA COSTUMBRE
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Ilustración y fotos de lrmr |
Hace tiempo, los trenes
pasaban por toda nuestra geografía y tenían un rol importantísimo en lo
económico, en las comunicaciones y en lo social.
Ésta es, concretamente, la
historia de un tren que pasaba por la estación de Colonia Costumbre, pequeño
pueblo del interior allá por 1928. Cuando llegaba el tren a la estación,
los habitantes del pueblo iban a verlo. Siempre lo hacían los domingos a la
tarde, único día en el que por esas vías pasaba un tren de pasajeros. El resto
de la semana había trenes, pero sólo eran de carga.
En rigor de verdad, el tren
de pasajeros pasaba dos veces; la segunda cuando iba en la dirección contraria;
pero esto sucedía alrededor de las 3 de la mañana del martes. No era apetecible
repetir la ceremonia en esos horarios.
Del tren de los domingos las
personas sólo sabían la hora aproximada, ya que no solía ser riguroso con el
horario, así que tomándose el tiempo suficiente de margen para el error, se
acicalaban, se preparaban, hacían una cesta con algunas provisiones para la
merienda y salían rumbo a la estación.
Cuando el rumor del tren se
extendía por las vías, los más sensibles lo percibían y hacían el anuncio a
viva voz: “¡YA VIENE!” lo que generaba una inmediata inquietud producida por un
avance de la ansiedad. Ni qué decir cuando se veía el humo de la locomotora,
allá al principio (o al final) de las vías. Cuando la figura se hacía
identificable, todos estaban parados al borde del andén estirando sus cabezas
por encima de los otros (que hacían lo mismo), tratando de disponer de la mejor
visión del convoy.
Al acercarse el tren, se
alejaban prudentemente del andén y las miradas se fijaban en las ventanillas de
los dos vagones de pasajeros. ¡Ver los rostros, ver cuántas personas viajaban!
Muy pocas veces, sólo una o dos en todo el quinquenio, bajaba alguien en la
estación del pueblo. Todos los pasajeros eran de paso. Venían de otro pueblo e
iban a otro pueblo. Casi siempre.
Lo interesante del caso es que
algunos pasajeros que hacían el recorrido con frecuencia, léase dos o tres
veces al año, conocían los hábitos de las gentes de Colonia Costumbre, así
que se acercaban a la ventanilla para ver si estaban algunos rostros que ya
identificaban. El espectáculo era mutuo, sin que se supiera quiénes
eran los actores y quiénes el público. En realidad, ambos eran ambos.
Algunos habían logrado hacer
contacto hablado y solían intercambiar algunas cortas frases en los minutos de
parada, que no eran pocos: el tren tenía que cargar agua para la caldera y
además, bajar el correo que llegaba, subir el que se enviaba y a veces cargar
leña. Muchos otros, menos audaces, sólo miraban.
Llegado el momento, el tren
anunciaba su partida y de nuevo había un pequeño revuelo: alejarse del andén,
saludar a los amigos pasajeros y a los no amigos, para más tarde fijar la vista
en el último furgón que se alejaba por el final (o el principio) de las vías.
Terminada la ceremonia, los
habitantes de Colonia Costumbre se retiraban, comentando seriamente las
experiencias vividas en ese domingo.
Es
sabido que el tiempo hace envejecer a las personas. Las gentes de Colonia
Costumbre no fueron la excepción y también envejecían; todos
comenzaron a encanecer, a arrugarse, a hacerse más pequeños, sentían los
achaques de la edad e incluso, de a poquito, cada vez se les hacía más duro el
trayecto desde sus casas hasta la estación. Las voces se les iban poniendo más graves
y en el caso de los varones, algunos se volvieron calvos.
Con el paso de los años, los pasajeros del tren supieron que a la gente de Colonia Costumbre la habrían de encontrar en ese estado. No afectaba mucho ver a los hombres y mujeres maduros y ancianos, pero la verdad es que molestaba un poco contemplar a jóvenes arrugados, canosos, calvos y encorvados. Ni qué decir de los niños: a los pasajeros no les gustaba para nada verlos con pieles rugosas, callosas; sus ojos con la sombra de las cataratas detrás de las pupilas y sus pasos temblorosos. Por suerte, no alcanzaban a distinguir los cambios en los bebés, ya que por lo general, iban en los cochecitos muy bien tapados o en brazos, con pañoletas amplias que tapaban sus calvas o canosas cabezas, sus patas de gallo y sus ojos ancianos.
Como corresponde, algún día se termina la historia. Eso también habría de suceder con las gentes de
Colonia Costumbre.
Los pasajeros del tren comenzaron a quejarse ante las autoridades del
ferrocarril: no les agradaba percibir los fuertes olores que despedían los más
ancianos que se presentaban al andén a ver pasar el tren. Al principio
resolvían el problema con pañuelos sobre sus narices; luego tuvieron que mojar
los pañuelos en perfume. Pero eso no sirvió cuando comenzaron a descomponerse los no tan ancianos; ya era mucho y no había perfume que aguantara. Nariz,
tampoco. Lógicamente, en los dos últimos quinquenios ya nadie bajaba en la
estación; nadie quería visitar Colonia Costumbre.
El ferrocarril intentó convencer a los pobladores de que los que estaban en esa situación se abstuvieran de ir a la estación. No hubo caso. Muertos y vivos, el pueblo entero seguía yendo, ya que era una especie de ritual, un hábito de años y un derecho adquirido. No habría autoridad sobre la tierra que lo impidiera.
Cuando la cosa siguió
avanzando y comenzaron a morir los adultos y luego los jóvenes, los pasajeros
decidieron hacer un boicot: no viajarían más si no se ponía fin a esta
situación.
El ferrocarril decidió cortar por lo sano: se eliminaba la estación de Colonia Costumbre. No
habría más paradas allí. Resolvieron el problema del agua anexando un vagón
tanque con el líquido necesario como para llegar hasta el otro pueblo y
reforzaron la carga de leña. Tres kilómetros antes de la ex – estación, los
guardas solicitaban a los pasajeros que cerraran las ventanillas, tanto las de
vidrio como las celosías. El tren ni siquiera aminoraba la marcha; en realidad,
según dicen muchos, el maquinista daba más presión a las calderas desde
Los habitantes de Colonia
Costumbre jamás dejaron de cumplir con su ritual.
Dentro del tren, los niños y
jóvenes, con la desfachatez y rebeldía que los ha caracterizado en todos los tiempos, solían espiar por las rendijas de las ventanillas. Lograban ver, con
más o menos detalles, la fila de esqueletos en harapos, siempre
presente saludando a los viajeros, con sus cestas con refrigerios y meriendas, con los cochecitos de los bebés; y las osamentas
desnudas de perros y de algunos gatos que indiferentes, jugaban por
allí. Los más rápidos con la vista, podían distinguir al esqueleto con
gorra y uniforme del correo que esperaba en vano que el tren se detuviera. Nunca
podía entregar la caja de la correspondencia que indefectiblemente cargaba.
El tiempo permite
cambios en las tecnologías: el ferrocarril incorporó potentes máquinas Diesel
que llevaban el convoy a velocidades mucho mayores que las viejas máquinas a
vapor; los coches de pasajeros cerraban mejor sus ventanillas, disponían de aire
acondicionado y ya ni los niños ni jóvenes audaces, desfachatados y desobedientes podían
espiar por las ventanillas.
Desde hace muchos años, el ramal que pasaba por Colonia Costumbre está clausurado definitivamente. A pocos meses del cierre, a varios kilómetros de allí se inauguró una autopista que ignoró al pueblo, dejándolo totalmente aislado.
No hace mucho, un trampero se extravió buscando vizcachas y cayó por el pueblo. Desde entonces, cuenta que el cartero continúa esperando con la caja, no solo los domingos sino todos los días, que las telas de araña que lo cubren casi totalmente compiten con las enredaderas que nacen desde las vías y trepan por su peroné, fémur y otros componentes de su estructura ósea. Dice también que el resto del pueblo sólo se hace presente los domingos, como siempre. Eso sí: sostiene que no notó olores desagradables; solo un aroma acre a viejo.
No quiere regresar a Colonia Costumbre. Nadie hace buen escabeche con esqueletos de vizcachas.
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Ilustración y fotos lrmr |
Luis R. Maderuelo Roig
Yerba Buena, Agosto de 2000
Mi agradecimiento a la profesora María Eugenia Orce de Roig
por la revisión y corrección del texto. Enero de 2021
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